jueves, 16 de febrero de 2012

Tiranetas

México tiene una enorme riqueza en cuanto a palabras coloquiales; algunas incluso llegan a definir personalidades que, aunque no únicamente mexicanas, dan la medida de la autoconciencia nacional sobre los tipos humanos. Uno es valemadrismo, mi favorita, categoría bastante más sonora que el simple quemimportismo de otras zonas de lengua española. Aquel a quien nada le importa, nada le llega, nada le mella, es un valemadres, es decir que su actitud predominante es el valemadrismo.
Otro tipo humano, en las antípodas, es el tiranetas, quien cada vez que abre la boca emite un juicio, generalmente negativo, y de manera preferente escogiendo para enjuiciar situaciones nunca por él /ella vividas, o  bien para corregir inconfesablemente un pasado que no se quiere recordar. La posición más vulnerable para el ataque de un tiranetas –ser profundamente premoderno, casi inquisitorial de tan dogmático e incapaz de relativizar con empatía, es decir, de ponerse en los zapatos del otro- es la de la maternidad ajena, una madre puede ser inculpada de todas las taras personales y sociales, y, por su alta visibilidad, resulta fácil de venadear El rechazo absoluto del espléndido, quizá euripideano, “soy humano y nada de lo humano me es extraño”. También están  las “madres amnésicas”, come me gusta llamarles:
-A mí no me dolió el parto.
-Yo no sé, porque mi bebé nunca se rozó.
-Mi hija jamás hizo un berrinche.
Lo más doloroso en la experiencia de la maternidad es ver cómo la gente de tu entorno más cercano, en lugar de volverse más empática y solidaria con la edad, se adoctrina; cierra filas y un malhadado día todos los que te rodean se vuelven jueces, mutan en tiranetas por esencia o por contacto, como en las películas de zombies. Y en ese extraño juego de tiro al blanco, apareces tú en el centro, madre primeriza tengan la edad que tengan tus hijos, diana fácil para el ataque.
Confieso haber sido una tiranetas insufrible los primeros veintiún años de mi vida. Después,  quizá por vivir sola en un país ajeno, empecé a ponerme el calzado de los otros en lugar de pontificar. Al llegar a la maternidad, años después, las pocas certezas que quedaban cayeron por tierra, desde la primera noche de nacida mi hija. El desconcierto es enorme, la tarea titánica, la angustia absoluta. Y empezó aquello de “a mí me funciona tal”, “cada caso es diferente”, “la verdad, no sé”.
¿Por qué tanta condescendencia en la mirada tiraneta? ¿Qué envidias, inseguridades, abismos encierra la coraza?
Una de las últimas escuchadas: “Qué enfermiza eres”, fue la gota que colmó el vaso. OJO, señora jueza: las madres de niños pequeños tempranamente escolarizados se enferman tanto o más que sus hijos; así de fácil: duermes poco, trabajas, te angustias, te bajan las defensas, te enfermas. Yo podría replicar con igual virulencia, de mamífero acorralado con la cría,  “primero ten hijos”, “cumple tú un horario y dime después inflexible”, “no es exactamente lo que recuerdo que me decías cuando tus hijos eran chicos”; pero entonces pasarías a la categoría de amargada, enojona  o al menos negativa, si ellos te lo dicen sólo por ayudar.  Pero entonces se establece el círculo vicioso de la codependencia madre culpígena esforzada/tiranetas.
Descubrí finalmente y hace poco que lo único que acaba con una tiranetas es una valemadres. Salirte de sus expectativas y aún de sus intereses de juicio, rompe definitivamente el esquema. Vivir y dejar vivir, simplemente. Pero cómo cuesta dejar atrás la suave piel que siempre te protegió y meterte en un cuero duro, en un pellejo curtido, en una callosidad absoluta, donde, al fin, carcajada de por medio, nada llega. En el camino hacia la metamorfosis, aquí la última queja.