martes, 29 de septiembre de 2015

De erizos y púas



Mi hija cursa segundo de primaria y está por cumplir siete años.

Hay un golpeador en su grupo. Golpea sobre todo a las niñas. Cada vez niega haberlo hecho.

La impotencia cuando nos cuenta que la golpeó es absolutamente física. Un impacto de furia contenida a la fuerza, el cuerpo tembloroso, necesitado de desquitarse con alguien. Mi hija llora y dice que no fue su culpa. Mi reacción es primitiva, de fiera lastimada y maniatada por la domesticidad, con voz quebrada y ronca. Mientras trago el enojo, y lo racionalizo para aconsejarla, me repito una y otra vez interiormente que no resolvemos físicamente nuestras diferencias. Creemos en el diálogo, en la capacidad de la educación para generar cambios de vida. El niño está en tratamiento, bajo observación, condicionado, pero sólo puedo pensar en la defensa corporal que me pide mi instinto, en recomendar una respuesta física, al menos un manazo, en aullar.

Cuando mi hermana y yo éramos niñas y le contábamos a mi padre que algún niño en la escuela nos había hecho algo, debe haber sentido lo mismo, porque inevitablemente enfurecía y nos recomendaba la estrategia militar de las cavernas: "con un palo, denle con un palo". Eso nos hacía reír, y responder de inmediato que no podíamos, que nos expulsarían de clases para siempre, que lo mataríamos. Pero también servía para sentirlo pendiente de nuestras cosas, sin minimizarlas o desoírlas.

En ese mismo momento yo también quiero decirle que le dé con un palo.

Mi hija está escolarizada desde los cuatro meses de nacida. Creció y aprendió a gatear, caminar y a controlar esfínteres en la guardería. Ha hacer la siesta con más niños, a defenderse de los que mordían por no saber hablar, a los que empujaban por torpeza. Nunca tuvimos que intervenir. Cuando pudo caminar y se caía, cuando era su cumpleaños y la celebraban, cuando tuvo el baile de graduación al pasar al jardín de niños. Cuando escogía mal a las amigas y la hacían sufrir. Cuando le gustaba un niño que no la prefería. Niñas y niños alrededor, más grandes y más chicos, más rápidos y más lentos, más alertas o menos estimulados. Amigas y amigos, cuates, y otros que no pasaron de ser simples compañeros de grupo, rostros olvidados de inmediato en las fotografías.

Pero alguien que golpeara porque sí, que mintiera no haberlo hecho, que causara miedo y enojo solo por existir, no hubo antes.

Mi esposo y yo hablamos con la maestra, con la directora, con otra directora, con la subdirectora. Al parecer en estos días es más fácil recibir apoyo como agresor que como agredido, modelo pedagógico incluyente que bajo la palabra tolerancia puede encubrir lecciones fatales de sometimiento o docilidad. Esperamos el cambio.

De niña recuerdo haber visto la película búlgara "Los erizos nacen sin púas". Era sobre un grupo de niños mayores que mi hija, camaradas que se metían en problemas y salían de ellos con travesuras y solidaridad. Me costó enormemente entender el título, o recordar que era al revés del dicho popular.

Tener hijos obliga a creer en la posibilidad. En la infancia como etapa donde todo está en proceso, cuando la plastilina humana se moldea para bien y para mal. La repetidísima imagen de los niños como esponjitas es fácilmente sustituible por la de los erizos. Que así sea, que haya cambio. Que el golpeador aprenda a comportarse en sociedad y a ser feliz, por su bien y el nuestro. La vida es un acto de fe.

Sin embargo por debajo está latente la duda, que como el miedo y la impotencia esconde un palo en la punta de sus dedos, y se apoya en fantasmas, por ejemplo, en la información disponible en páginas electrónicas donde la metáfora se desvanece o al menos deja de ser prometedora: "Los erizos nacen ciegos, sordos, sin pelo y sus púas están por debajo de la piel". Esperar que no emerjan.