domingo, 3 de marzo de 2013


Berrinches


“¡No lo puedo parar!”
Una masa de mocos  e hipos, espasmos y aullidos, en lugar de mi niña.
“¡Ayúdame, mamá!”
No quiso ponerse los calcetines que escogió la víspera. Le pican. Están aguados. Le quedan chicos. No le gusta el color. Tienen hilos.
Tenemos media hora para llegar a la escuela.
Cuando el Sr. Hyde era chico, su madre oiría lo mismo: “¡No lo puedo parar!” También el papá del Hombre Lobo, con el primer aullido: “¡ayúdame!”.
Mi hija tiene 4 años y 4 meses. Los berrinches se suceden desde hace al menos dos años. Entonces eran uno cada medio año. Luego, uno al mes.  El último año con más frecuencia y fuerza que nunca. Tres veces por semana. Tres veces al día. Tres veces por hora.
“Es una etapa de crecimiento, autoafirmativa, necesaria”, pienso, me digo, repito, trato de que realmente me parezca algo lógico. “Lo dicen los expertos”. Es algo físico.
Mi marido y yo nos doblamos de dolor de espalda y de garganta. Cuando no respondemos los gritos con gritos, nos contracturamos los hombros, nos da ciática.
Cinco minutos después, la niña es una fiesta, canta, no pasó nada. Media hora más tarde, llegamos a la escuela, somos los últimos. Yo no desayuné, tengo la espalda torcida, me tiemblan las piernas.
Todos los días, después de la transformación, mi hija es la más sabia. “No debo gritar: si unos calcetines no me gustan, pues los cambio, no pasa nada”.  Al día siguiente, dos días después, se repite.
Cuando en la tarde alguna persona me diga en la calle, “disfrútala ahora”, debería proyectarle sobre una pared esa escena de exorcismos matutinos. “El tiempo vuela”, proyección de cada berrinche, en close-up, volumen al máximo.
Mis primas, mis amigas, las hijas de mis amigas, las ex berrinchudas, son, por lo demás, excelentes personas, gente de bien. Simpáticas, talentosas, autosuficientes. Una etapa larguísima, pero que algún día, antes de la edad adulta, se acaba.
Sólo necesitamos la fórmula de los santos y las santas que resistieron los berrinches.
Y entonces unas madres y muchos padres dicen que jamás les pasó. “¿Ni una vez?”, “¡Nunca!”. Nos sentimos estafados.
Otros, viendo nuestra desesperación, hablan de berrinches con golpes autoinflingidos, contra las cosas, contra las personas, contra ellos. Que tenemos suerte de que sea niña y no haga eso.  Otros más, que los hacen en la calle, para que les compren algo. Para que haya público. No logramos consolarnos en la comparación.  
Nuestra hija, la verdad,  llega sólo a tirar lejos los calcetines en cuestión y maldecirlos. En casa. En su cuarto. Calibana que aprendió la lengua para maldecir a Próspero y su ropa que la someten. Muchas veces se calma con un abrazo.
Que aprenda a soportar la frustración, que la haga un arma para no conformarse y ser mejor, que se contenga, que sea feliz. Muchos días vemos cómo lo logra, cómo revierte los gritos en palabras. Cómo se regresa del umbral de no-poder-detenerlo a la tierra de la placidez.  Muchos días no lo logra sin subirse a la cresta de la ola del moco y los hipos; dejar que la revuelque, salir purificada. Que haya paciencia, que haya calma, que haya miel para la garganta, gárgaras, y masajes  y árnica para las contracturas. Que haya sonrisas de despedida que hagan olvidar lo peor de la mañana. Que haya besos curativos. Que los días aciagos pasen. No pidan que deseemos que no crezca.