lunes, 5 de enero de 2015

Reyes

Mi hija no quiere irse a dormir esta noche por esperar a los Reyes. La convenzo de que solo vendrán si se duerme. Les escribe un mensaje en un globo verde, lo deja sobre el árbol de navidad. Se duerme en segundos, milagrosamente. Por primera vez desde que nació, no tenemos el regalo perfecto desde semanas antes. Hubo que dedicarse a la vida, a viajar, a la familia, a celebrar, a enfermarse, a sanar. Me tocó buscar el regalo menos malo posible hoy en la mañana, este 5 de enero. Las jugueterías, abarrotadas de gente, paupérrimas de juguetes. Una, dos, cinco, ocho. En el reino del consumismo absurdo, los estantes repletos de baratijas plásticas parecían vacíos. Sin el Jenga que explota. Sin los monos locos. Sin la casa de las Barbies. Sin el camper de Peppa. Respiré hondo y pensé en su alegría con el triciclo de hace tres años, con la caja de bloques de hace dos, con la caja de juegos de mesa el enero pasado. ¿Y mañana? Antes de las siete, partimos rosca con los vecinos, compartimos tazas de chocolate humeante. Mi hija se puso a dibujar papalotes, piñatas, animales, lluvias de acrílico. No pude parar de recordar el día entero mis propias celebraciones navideñas. El olor dulzón e inusual de los pinos forasteros en el “invierno” austral que derrite el asfalto del Guayaquil de los años 70. La florería Vendome en la Avenida 9 de Octubre. Ir a buscar nuestro árbol de la mano de mi papá, adivinar la cercanía por el olor. Luego las reuniones familiares quiteñas con pocos primos todavía, misma década, el árbol en el gran descanso del segundo piso de la casa de los abuelos en La Floresta, hoy tan pequeño que no le caben sino tres libreros; los villancicos, las risas, los buñuelos y el olor de la miel. ¿Qué esperaba yo entonces cuando venían las navidades? Recuerdo la alegría de una casa de muñecas, de una batidora a pilas, de un juego de bingo con ánfora profesional. Pero sobre todo las cenas, los olores de la víspera y los del día siguiente, pavo humeando contra ceniceros llenos de colillas. Vasos con restos de whisky. Primos dormidos en los sofás, en cualquier orden. Y jugar, dormirse jugando, despertar para seguir el juego. ¿Merecerá el menos malo de los juguetes de la víspera una sonrisa luminosa de mi niña? Esperar a los Reyes, cuando la imaginación reemplazó a la fe hace décadas, y el santo a los milagros. Y sin embargo, el prodigio cotidiano de la vida, de la familia, de los lazos, del amor, aun y sobre todo en tiempos de desesperanza y días de extenuación. Es el espíritu de base de la civilización, insisto en pensar infantilmente, no bastan el autoritarismo, la coerción, la escalada del poder para querer seguir. Amar la vida, luchar por las sonrisas celebratorias, por la forja de recuerdos. Sigamos esperando a los Reyes y Papá Noel, que nos traigan un microgramo de paz, una brizna de afecto y de sosiego. Mi hija sigue recordando a un Baltazar de ocasión que le dijo hace tres años en un centro comercial que siempre pida en voz baja lo que desea.