viernes, 31 de agosto de 2012

Habitar una piel

Cuando era niña me deleitaba cambiar de piel. Despellejada al sol o en los raspones de las rodillas contra el piso por una más de mis numerosas caídas, mi piel cambiaba. Las marcas blanquecinas de heridas viejas, tres puntos de sutura en la frente, el recuerdo de un paseo escolar que terminara con una rama clavada en el brazo; se sucedían con nuevas cicatrices rojizas en los nudillos, en las pantorrillas, en los brazos; semana a semana, mes a mes, año a año, mi piel hablaba, gritaba y susurraba su propia biografía de la manera más intensa, legible únicamente para la lectura cuidadosa que la repasara hasta descubrirla decidora de mucho más que los simples datos esperables de los ocho, nueve, diez años: nombre, edad, grado escolar en curso; allí había paseos, vacaciones, aventuras, accidentes, aprendizajes.
Más adelante, hubo constancia de nuevas adquisiciones: lunares y pecas, espinillas y barritos, cartografía mutante y a veces imborrable. Mucho después, estrías y quemaduras, manchas y marcas, a completar la hoja de vida del cuerpo que habito.
La piel de mi hija era hasta este año una vitela nueva. Sin marcas, tersura absoluta, espacio sin tocar por la escritura de la vida. Y entonces empezó, su cuarto año de vida, a marcarse con brutalidad: una quemadura de silicona caliente en el codo izquiedo. La rotura del labio hacia el costado derecho. Y sin embargo, después de tantas lágrimas suyas al momento, de tantos desvelos nuestros, al parecer es un cuerpo tan joven, una piel tan fresca, tan capaz de sanar y renovarse, que tampoco estos episodios  dejarán marcas definitivas.
Está habitando su piel, me digo,  y una parte de mí preferiría que siguiera de por vida sin una sola marca que recordara dolores o cambios. Está creciendo. Y ni los bloqueadores, ni las pomadas cicatrizantes, ni las cremas en que quiero conservarla, van a detenerla.
Lo más importante, ella empieza a leerse. La veo mirarse día con día, ávida de cambios; me muestra una marca de raspón, un enrojecimiento de apoyo, y dice deleitada: "¿ves? es sangre". Gira el brazo izquierdo y me muestra que se descubrió un lunar casi diminuto, y otro en el pliegue del brazo: "también tengo lunares". Y me regocijo verla convertirse en su primera lectora, reconocer la curiosidad y el orgullo con que mira primero las marcas y después los acontecimientos de su vida, verla apropiarse de la piel intocada que le di, y hacerla suya.

1 comentario:

  1. Me encantó. Se sienten el texto y la experiencia en piel propia. Gracias por compartirlos.

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